Sin lugar para la neutralidad

Min. Ausencio Arroyo

«Ante los actos de injusticia, la neutralidad no es piedad; es complicidad». En este momento, millones de personas enfrentan profundas situaciones de injusticia:

En Gaza, alrededor de 55 000 personas han muerto por los bombardeos en la zona desde que comenzó el conflicto en octubre de 2023; 17 400 de ellos eran niños, según datos del Ministerio de Salud local1. En Ucrania, cerca de 11 millones de personas han sido desplazadas por la guerra con Rusia: unos 7 millones han buscado refugio en otros países y el resto se ha movido a zonas distantes del conflicto. De estos desplazados, 1.5 millones de niños enfrentarán serias secuelas por el estrés y la violencia2.

En los Estados Unidos de América, en los primeros cuatro meses de 2025, se reportaron 168 390 detenciones de familias migrantes. Estos solo son los casos más visibles. Muchas de las detenciones han ocurrido en lugares sensibles como escuelas, graduaciones y tribunales, lo que ha generado un clima de miedo en las personas indocumentadas y de indignación en la comunidad solidaria. Las imágenes de las detenciones son impactantes.

Un informe reciente indica que al menos 1360 niños aún no han sido reunidos con sus padres, seis años después de haber sido separados forzosamente en la frontera. Esta forma de trato a los migrantes está generando severas afectaciones traumáticas, según reporte de la Oficina de Derechos Humanos de la ONU3.

En el discurso político se ha señalado que se va tras quienes tienen antecedentes criminales, pero en la práctica se está persiguiendo a las personas de piel morena y de bajos recursos económicos. Se está criminalizando la pobreza. ¿Cómo respondemos a eso?

Lo que predomina en el ambiente es un clima de injusticia social. Nos encontramos frente a la falta de equidad y justicia en las oportunidades, distribución de recursos y poder en la sociedad. Extensas multitudes enfrentan discriminación, marginación o exclusión por su nacionalidad, raza, género o clase social, lo que atenta contra su dignidad, su salud o su libertad.

La actitud de muchos es mantenerse ajenos, sin compromisos ni riesgos personales, guardando silencio. Muy pocas figuras públicas han mostrado indignación por la manera de proceder de las autoridades del vecino país, y las iglesias desviamos la mirada. La neutralidad ante la injusticia puede interpretarse como una forma de consentimiento tácito. En contextos de opresión, el silencio no es neutralidad: es una toma de posición.

Diversas causas de la injusticia social

Los actos de injusticia social se originan en una diversidad de factores de la naturaleza humana y su interacción con estructuras de poder. Un análisis del fenómeno de masas puede ayudarnos a entender por qué se aplaude lo injusto mientras se rechaza la justicia.

Por un lado, tenemos el mecanismo del chivo expiatorio. Este es una dinámica social, cultural y religiosa en la que una comunidad canaliza su violencia, tensiones o culpa sobre un individuo o grupo, responsabilizándolo por el malestar colectivo. El término proviene del ritual descrito en Levítico 16, donde el sumo sacerdote cargaba simbólicamente los pecados del pueblo de Israel sobre un macho cabrío y lo enviaba al desierto, liberando de su culpa a la comunidad.

Según el antropólogo René Girard4, el mecanismo tiene una lógica muy precisa. Comienza con lo que denomina la crisis mimética, que consiste en que las comunidades experimentan rivalidades y tensiones internas que amenazan su cohesión. Como segundo paso, se hace la selección —consciente o inconsciente— del chivo expiatorio, que implica identificar una figura vulnerable o distinta —que no puede defenderse fácilmente— y se le atribuyen las causas del conflicto. Luego deviene la violencia colectiva: la comunidad descarga su agresión, en diferentes formas y grados, sobre el chivo expiatorio, lo cual genera una aparente unidad o paz en el grupo. Posteriormente, hay una especie de sacralización, cuando la víctima es vista como sagrada o divina después de su sacrificio, lo que refuerza el mito de que su eliminación era necesaria.

En las enseñanzas bíblicas encontramos lo absurdo de este proceder. Desde Barrabás hasta los regímenes modernos, las sociedades buscan víctimas propiciatorias para canalizar sus miedos. La crucifixión de Jesús (Mateo 27:20-23) manifiesta cómo la multitud prefiere liberar a un criminal antes que al Justo. Girard afirma que el Evangelio revela y desmonta este mecanismo. La muerte de Cristo como inocente muestra que la víctima no merecía su destino, y con ello desarma toda legitimación de la violencia religiosa o social.

Esto tiene repercusiones profundas sobre la iglesia que somos y la ética cristiana: la comunidad de fe no debe definirse en base a la exclusión de un “otro”, sino por la identificación con la víctima. Este mecanismo puede aparecer disfrazado en discursos políticos, redes sociales, dinámicas laborales o incluso dentro de instituciones religiosas. Para los cristianos es imperativo identificarlo y resistirlo para construir comunidades justas e integradoras.

Otro factor explicativo es la banalidad del mal5. Adolf Eichmann fue uno de los principales arquitectos del Holocausto. Como teniente coronel de las SS, se encargó de organizar la logística del exterminio sistemático de millones de judíos europeos: coordinó la deportación masiva de judíos desde diversos países ocupados hacia guetos y campos de exterminio como Auschwitz. Supervisó las deportaciones en Hungría en 1944, donde más de 400 000 judíos fueron enviados a su muerte en apenas unos meses. Diseñó sistemas de transporte ferroviario para maximizar la eficiencia en los traslados hacia los campos de concentración.

El concepto de la banalidad del mal se refiere a la idea de que personas comunes y corrientes pueden cometer actos atroces no por maldad consciente, sino por obediencia ciega, irreflexión y conformismo dentro de sistemas burocráticos o autoritarios. Según Arendt, Eichmann no era un monstruo sádico, sino un burócrata que cumplía órdenes sin cuestionar su moralidad. El mal puede surgir de la ausencia de pensamiento crítico, no necesariamente de una intención maliciosa.

La obediencia a la autoridad puede llevar a acciones inmorales, incluso sin conciencia del daño causado. La estructura burocrática fragmenta la responsabilidad, diluyendo la culpa individual, por lo que un individuo se convierte en una pieza funcional del sistema sin reflexionar sobre el impacto de sus actos.

Este concepto desafía la noción tradicional del mal como algo radical o excepcional. Arendt sugiere que el verdadero peligro está en la normalización del horror, cuando las personas dejan de pensar por sí mismas y actúan por rutina o conveniencia. Esto explica cómo es posible que funcionarios de diferentes gobiernos actuales sean capaces de ejecutar políticas injustas, al parecer, sin cuestionarlas; por qué algunas empresas dañan el medio ambiente de los pueblos sin seguir protocolos de prevención; o por qué algunos ciudadanos perpetúan discriminación por costumbre o indiferencia.

Los sistemas opresivos logran que personas comunes cometan atrocidades mediante la normalización progresiva del mal. En ejemplos históricos encontramos a ciudadanos “decentes” que apoyaron el Holocausto en Alemania o el apartheid en Sudáfrica.

De manera prevalente, encontramos las causas bíblicas y teológicas: la corrupción del corazón humano, que se caracteriza por el engaño radical (Jeremías 17:9). El corazón humano tiene capacidad infinita para autojustificar el mal como “bien necesario”. Algunos cristianos, en el siglo XIX, justificaban la esclavitud con interpretaciones bíblicas.

Además, es notoria la tendencia humana a la idolatría del poder (1 Samuel 8:4-7): los israelitas dejaron a Dios en segundo plano cuando prefirieron un rey de carne y hueso, con todas sus ambiciones y actitudes opresoras. Existe una necesidad de dependencia de caracteres dominantes que guíen las almas de los sumisos “corderos”.

También se hace evidente una ceguera espiritual estructurada. El “dios de este siglo” ha provocado ceguera de las verdades trascendentes (2 Corintios 4:4); por esta razón surgen sistemas de mentira que crean realidades alternativas como: “El muro es protección y no división” o “La deportación es seguridad y no crueldad”. O bien, la afirmación de “obedecer a las autoridades” (Romanos 13:1) para ponerse del lado de la violencia del Estado que pisotea la dignidad de las personas por sus rasgos físicos o su condición de pobreza; ignorando la declaración del apóstol Pedro: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos 5:29).

En este mundo dominado por los dioses contemporáneos del poder y el individualismo, la voz de Juan el profeta clama como la voz de los explotados, de los “no personas”, de quienes no tienen voz.

Un llamado a evitar la complacencia

Las visiones que recibe Juan, lejos de distanciarlo del mundo, alimentan la preocupación por las víctimas de la injusticia (Apocalipsis 6:3-8; 18:24). Un verdadero cristiano nunca puede ser indiferente a las aflicciones del pueblo. El fundamento de esta posición se basa en la comprensión de que Jesucristo es el Señor de la historia y el mundo es el ámbito de nuestra misión. El Señor nos llama a experimentar y proclamar nuestra fe en el mundo.

La neutralidad no es una virtud cristiana; es complicidad con los poderes opresores. El silencio frente a la injusticia es permitir la entronización de los dioses terrenales. En su Revelación de la historia de Dios para el mundo entero, Juan denuncia al Imperio Romano, tilda al emperador de bestia diabólica y su propaganda como vómito de demonios (16:13-14). La “imparcialidad” y la “neutralidad” no son posiciones aceptables para los creyentes fieles; son posiciones que favorecen que prevalezca la injusticia.

Tan culpables son los que se callan y se quedan indiferentes ante la maldad a su alrededor, como los que la cometen. Pretender no involucrarse ante el abuso y el maltrato es dejar hacer el mal; el silencio ante la injusticia al final traerá consecuencias destructivas para todos. Así lo expresó, en una muy conocida frase, Martin Niemöller, un pastor protestante en la época del nazismo alemán:

«Primero vinieron a buscar a los comunistas, y no dije nada porque yo no era comunista.

Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque yo no era judío.

Luego vinieron por los sindicalistas, y no dije nada porque yo no era sindicalista.

Luego vinieron por los católicos, pero no dije nada porque yo era protestante.

Luego vinieron por mí, pero para entonces ya no quedaba nadie que dijera nada.»

El Apocalipsis emplea varias metáforas para aludir al imperio dominante de la época; entre ellas, lo refiere simbólicamente como una mujer que se prostituye, habla de una ramera que se viste de los colores sagrados (púrpura), pero su sacralidad es falsa, ya que es una diosa del poder que oprime. A ojos del mundo, Roma es admirada por su riqueza y su profunda visión del derecho, pero Juan la condena como servidora de la bestia.

El signo distintivo de la ramera es una copa que contiene la sangre de sus abominaciones. Esta figura femenina no es procreadora ni nutriente, sino embriagante y sanguinaria; ella lleva a una cosificación del ser humano. Derrama sangre para satisfacer su sed de poder. Las manifestaciones de este símbolo son muy variadas a lo largo de la historia humana, pero los resultados son los mismos.

Los cristianos daremos cuenta de nuestra neutralidad pasiva ante el Señor. Como bien lo expresara Martin Luther King Jr.: «Tendremos que arrepentirnos en esta generación no solo por las acciones y palabras hijas del odio de los hombres malos, sino también por el inconcebible silencio atribuible a los hombres buenos».

La fe cristiana como compromiso

En el Evangelio no hay amor sin solidaridad, y no hay solidaridad sin encarnación. Dios se ha solidarizado con nosotros; se ha hecho uno como nosotros. Solo el modelo encarnacional puede permitirnos conocer al Dios verdadero. La actitud de Cristo contra la injusticia indica el camino a sus seguidores:

Cultivar una conciencia espiritual crítica

Estamos llamados a discernir la realidad para descubrir los sistemas injustos y cuestionar los actos morales de las personas y las naciones, cualquiera que sea. La Biblia explica que el pecado no es un tema especulativo sino relacional. Se manifiesta en las relaciones entre el hombre y Dios, el hombre y su prójimo, y el hombre y su medio ambiente.

Es una fuerza destructiva que obstaculiza y deforma la vida humana. El pecado es la desobediencia al señorío de Dios, lo que produce como consecuencia la separación presente y futura de la comunicación con Él. Desobedecer a Dios es rechazar su amor; sufrir la ira es quedar fuera del ámbito de su Reino de amor.

Además, el pecado significa todo acto injusto, todo atropello de la dignidad humana y toda violencia del hombre contra el hombre. La injusticia que practicamos se nos revierte, nos enajena, nos deforma moralmente y nos desvía de la vocación de criaturas de Dios. Por esta razón, los profetas denunciaron las situaciones de abuso, aquellas donde se negaba el valor del prójimo.

Reenfocar nuestros valores

Los valores morales y espirituales son esenciales para construir sociedades más justas y equitativas; son fundamentales para la convivencia de las personas y las comunidades. Son esenciales porque guían nuestro comportamiento como principios que orientan las acciones y decisiones de la vida cotidiana y distinguen entre lo correcto y lo incorrecto.

Además, nos favorecen en la construcción de nuestra identidad. Si adoptamos los valores de Dios, reflejamos la imagen de Dios. Los valores que afirmamos representan la identidad personal y cultural, y reflejan las creencias, los principios y las aspiraciones más profundas de la iglesia que formamos.

Los valores cristianos fortalecen las relaciones. Son fundamentales para establecer vínculos saludables y profundos con la comunidad que integramos. El evangelio de Jesucristo no solo mira a un futuro lejano; atiende a un presente que se transforma para hacer posible la vida de todos al desarrollar una sociedad justa.

Esta comunidad solidaria se construye a partir del respeto a los derechos morales de todas las personas para promover el bienestar común. Jesús miró con compasión a los extranjeros y los marginados que eran menoscabados por el sistema de pureza que controlaba la vida social del pueblo de Israel.

Practicar la justicia solidaria

La justicia que encarna Jesucristo no es solo una ética social, sino una expresión del Reino: una realidad donde Dios reina con equidad, compasión y verdad. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia (Mateo 6:33). Jesús exige una justicia del corazón, no solo del cumplimiento ritual. La ley se cumple en el amor (Mateo 22:37-40). Si vuestra justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino (Mateo 5:20).

En la parábola del buen samaritano (Lucas 10), la justicia que predica se manifiesta en el cuidado del otro, sin importar su origen. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia (Mateo 5:6): no es una justicia punitiva, sino restauradora. Jesús vincula justicia con sanación, inclusión y dignidad. Su ministerio es una respuesta concreta a la injusticia estructural. El Espíritu del Señor está sobre mí […]  para liberar a los oprimidos (Lucas 4:18).

Jesús revela una justicia que no excluye, sino que restaura al quebrantado. Dios es justo, pero su justicia se expresa en gracia: No romperá la caña quebrada (Isaías 42:3, citado en Mateo 12:20). La fe cristiana no es neutral: nos llama a defender al débil, romper el silencio y buscar la equidad. Como bien lo declara el profeta Miqueas: ¡Él te ha mostrado, oh mortal, lo que es bueno! ¿Y qué es lo que espera de ti el Señor?: Practicar la justicia, amar la misericordia y caminar humildemente ante tu Dios (Miqueas 6:8, NVI).

Encarnar la compasión en lo cotidiano

Resistir la injusticia no siempre implica grandes gestos; puede consistir simplemente en acompañar al que sufre, intervenir ante el abuso o educar con verdad sobre los actos éticos. La parábola del buen samaritano (Lucas 10) muestra que la fe se vive en el camino, no solo en el templo.

El amor cristiano incluye a todos; no hay ningún individuo humano en toda la tierra a quien pudiéramos excluir de nuestra misericordia activa. La práctica del amor cristiano hacia un prójimo en particular está determinada por la naturaleza de la relación particular que tengamos con él.

Amamos al migrante, sufriente de hambre, de soledad y de desarraigo, de una manera diferente de la que amamos a nuestra familia inmediata y a los que pertenecen a la misma comunidad cristiana. No obstante, tenemos que amar a todos. Nuestro compromiso es tratarlos como personas que tienen un valor intrínseco y una dignidad de criaturas de Dios.

Cada ser humano tiene sus propios fines en el plan de Dios, y no debemos mirarlo como medio para alcanzar nuestros fines; más bien, de acuerdo con nuestra capacidad y oportunidades, debemos ayudarle en la realización de sus propios fines, comenzando con la supervivencia y el bienestar básico.

Dios nos conceda desarrollar una actitud positiva y constructiva al promover el bienestar del prójimo, y no una mera actitud pasiva y negativa de no hacerle daño.

Defiendan la causa del débil y del huérfano; háganles justicia al pobre y al oprimido. Salven al débil y al necesitado; líbrenlos de la mano de los malvados (Salmo 82:3-4).

Referencias

1 https://www.france24.com/es/medio-oriente/20250611-total-de-asesinados-en-gaza-supera-los-55-000-israel-vuelve-a-atacar-en-centros-de-ayuda-humanitaria

2 https://eacnur.org/es/actualidad/noticias/emergencias/guerra-en-ucrania-3-anos-de-sufrimiento-y-necesidad

3 https://www.hrw.org/es/news/2024/12/16/ee-uu-danos-profundos-por-la-separacion-familiar-en-la-frontera

4 El chivo expiatorio, ed. Anagrama, 1986.

5 Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal, Lumen, 1999.

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