Un memorial es más que un recuerdo

Un memorial es más que un recuerdo

Min. Ausencio Arroyo

Y tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí (Lucas 22:19).

La fe es sobre todo confianza. Tener fe en Dios consiste en confiar en que el Dios eterno y majestuoso se ha manifestado, y que busca ser experimentado por los humanos como el ser santo y compasivo que dice ser. La fe implica un ámbito relacional que vivencia ese encuentro con lo divino, y posee también un aspecto racional que busca comprender el sentido de ese encuentro, el significado de su presencia, sus gestos simbólicos y sus palabras.

La fe cristiana comprende que hay ciertas cosas que son verdad, que podemos confiar en ellas y que iluminan nuestra percepción de la realidad, guían nuestras decisiones y acciones. Para la fe cristiana la experiencia religiosa se origina en la iniciativa del propio Dios, quien se nos manifiesta y nos declara sus principios de vida. Por tanto, no se trata solo de realizar actos que tengan la connotación de lo religioso, sino que estos actos sean establecidos, en su sentido y forma de realización concreta, por Dios mismo en su revelación.

Los actos religiosos posibilitan y describen el encuentro con lo sagrado y eterno. Cuando esta vivencia se reflexiona y se expresa en conceptos y actos, entonces se convierte en nuestra experiencia de Dios. Las experiencias deben ser puestas en palabras que conformen conceptos que describan lo que se percibe de Dios, a fin de comprenderlo y proclamarlo. Los conceptos teológicos, es decir, lo que se dice sobre Dios, definen lo que creemos y entendemos sobre Él y enuncian la manera de experimentarlo. Puestos en conjunto, estos conceptos remiten a posturas sobre Dios, el cosmos, el ser humano y la vida en sí; sin embargo, los conceptos teológicos no crean, más bien, describen e iluminan la realidad espiritual del creyente.

Haced esto en memoria de mí

Comer pan sin levadura y tomar el fruto de la vid para recordar a Jesucristo.

Hacia el final de su ministerio terrenal, previo a su pasión y muerte, Jesús entregó a sus seguidores la indicación de preservar la memoria de esto, revelando que su crucifixión no era solo una muerte más de la historia, sino que tenía el profundo sentido de sacrificio divino. Les indica comer y tomar alimentos de su cotidianeidad, trigo y uvas, para darles un valor simbólico. Ambos elementos debían ser quebrantados, previo a su consumo, para convertirse en sustento diario de sus cuerpos. Los granos de trigo debían ser molidos para transformarse en harina y luego en pan; del mismo modo, las uvas eran machacadas, en esos tiempos muchas veces con los pies, para extraer su jugo y obtener el dulce líquido que deleitaba el paladar.

El postulado bíblico de recordar los eventos históricos de la intervención salvífica de Dios tiene un sentido de reapropiar los beneficios del acto realizado. Tanto el griego anámnesis como el hebreo Zakkarion (conjugación qal: zakar) se traducen como memorial. El concepto plantea un doble mensaje: por un lado, hacer presente el pasado; y, por otro, hacer partícipe al creyente del presente en un acto del pasado. Con base en las indicaciones del memorial de la pascua, Éxodo 12:14, 13:3-16 y Deuteronomio 6:23, el participante del acto simbólico se deberá incluir entre los testigos o receptores originales del pacto: Y Moisés dijo al pueblo: Tened memoria de este día, en el cual habéis salido de Egipto, de la casa de servidumbre, pues Jehová os ha sacado de aquí con mano fuerte… Y lo contarás en aquel día a tu hijo, diciendo: Se hace esto con motivo de lo que Jehová hizo conmigo cuando me sacó de Egipto. Y te será como una señal sobre tu mano, y como un memorial delante de tus ojos, para que la ley de Jehová esté en tu boca; por cuanto con mano fuerte te sacó Jehová de Egipto. Por tanto, tú guardarás este rito en su tiempo de año en año (Éxodo 13:3a, 8-10).

El acto simbólico reconoce la intervención divina. Cuando se dice que Dios recuerda a su pueblo, lo salva. El practicante del memorial se sentirá incluido en la liberación, porque su efecto le ha alcanzado. La redacción de las explicaciones que se deben dar a los niños sobre su identidad de pueblo bendecido contiene esta postura: Cuando mañana te pregunte tu hijo, diciendo: ¿Qué es esto?, le dirás: Jehová nos sacó con mano fuerte de Egipto, de casa de servidumbre… Te será, pues, como una señal sobre tu mano, y por un memorial delante de tus ojos, por cuanto Jehová nos sacó de Egipto con mano fuerte (vv. 14, 16).

Sin importar el paso del tiempo, las generaciones posteriores de creyentes estaban contadas en la intervención divina. Así podemos comprender, por el memorial de la Cena, que ustedes y yo estábamos incluidos en el sacrificio de la cruz. Los participantes de los emblemas somos trasladados al evento histórico de la muerte sacrificial de Jesucristo. Es un memorial porque es Cristo mismo quien nos convoca, nos une en familia espiritual, sustenta y da sentido al encuentro como pastor de su pueblo. Como sacerdote oficia el sacrificio que trae reconciliación y esperanza. La comunidad de creyentes no es dueña de los símbolos, no usa sus palabras ni crea sus gestos simbólicos, más bien, los recibe como don de la iniciativa de Dios.

El pasado puede mirarse con nostalgia, evocar recuerdos y despertar sentimientos, pero puede ser solo un acto mental sin trascendencia. Sin embargo, cuando se afirma que la Cena del Señor es un memorial implica que reconocemos la suficiencia del sacrificio de Cristo, hecho de una vez y para siempre; no es necesario hacer nuevos holocaustos, basta rememorar el evento histórico conformado por la muerte, resurrección y ascensión del Hijo de Dios como sucesos únicos e irrepetibles. Es un verdadero memorial porque Cristo se hace presente en los emblemas, son su cuerpo y su sangre. El acto al que remite proclama la donación de su vida para reconciliarnos con el Padre.

Repetir un acto para rememorar un encuentro original es más que el recuerdo de un evento del pasado. En su etimología latina, recordar significa “volver a pasar por el corazón” (re: de nuevo y cordis: corazón). El acto de la Cena nos da la comprensión de que en el sacrificio de Cristo nosotros ya estábamos en su corazón; cuando fue a la cruz Él ya pensaba en nosotros. No se trata de repetir una cena cualquiera, se trata de conmemorar una cena única e irrepetible. Nuestra Cena del Señor nos conecta con el evento histórico que nos da sentido de pertenencia e identidad. Tenemos vida en Dios gracias al cuerpo de Cristo que fue quebrantado para nosotros. Somos restaurados a su imagen y semejanza por la fuerza de su gracia que moldea nuestro carácter. Su victoria en la cruz crea la esperanza de victoria sobre nuestra vulnerabilidad y mortalidad.

Hacer memoria por medio del pan y el vino es comprender el estado de angustia y soledad que experimentó Jesús ante la traición de un seguidor, las burlas de los curiosos y los verdugos, las flagelaciones corporales, la cobardía de los suyos, la negación de un “amigo”, y el silencio del Padre, para revalorar la mirada tierna de Dios sobre sus criaturas y comprender el profundo amor que llevó a Jesús hasta la muerte en la cruz por quienes no lo merecíamos. Al activar la memoria se mantiene viva la experiencia, conectando nuestro presente con el acontecimiento histórico que trasciende los tiempos.

Más que un recuerdo, la presencia real de Cristo en los emblemas de la Cena

Yo soy el pan que da vida. Sus antepasados comieron maná en el desierto, pero de todas maneras murieron. Aquí está el pan que baja del cielo. El que lo come, no muere. Yo soy el pan viviente que bajó del cielo. Si alguno come este pan, vivirá para siempre. Este pan es mi cuerpo y lo entregaré para que la gente pueda tener vida. Entonces los judíos comenzaron a discutir entre sí. Se preguntaban: —¿Cómo va a hacer ese para darnos a comer su propio cuerpo? Jesús les dijo: —Les digo la verdad: si ustedes no comen la carne del Hijo del hombre y beben su sangre, no tendrán la verdadera vida dentro de ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final. Mi carne es comida verdadera y mi sangre es bebida verdadera. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo vivo en él (Juan 6:48-56).

¿Cómo se debe interpretar las expresiones de “mi carne” y “mi sangre” en el acto de la Cena del Señor? Se han dado varias respuestas:

La doctrina de la transubstanciación. Quienes enseñan esta doctrina toman en el sentido más literal posible las palabras “esto es mi cuerpo” y “esto es mi sangre”. La creencia es que cuando el Señor pronunció estas palabras transformó el pan y el vino sobre la mesa en su propio cuerpo y en su propia sangre, y luego los dio a los apóstoles. Sostienen que los sacerdotes, debido a la sucesión apostólica, tienen el poder de hacer un cambio similar por medio de la oración de consagración y del pronunciamiento de las mismas palabras. Afirman que las características del pan y el vino permanecen, es decir, que el pan sabrá como pan y el vino como vino, pero la sustancia que subyace en ellos cambia, de modo que el pan no sea más pan sino el cuerpo de Cristo, y el vino no sea más vino sino la sangre de Cristo. Siendo que la sangre está incluida en el cuerpo, el laicado solo recibe el pan, y el sacerdote recibe el vino.

La doctrina de la consubstanciación. El reformador Lutero protestó contra la doctrina romana de la transubstanciación, pero conservó, de manera objetiva, el valor salvador de la ordenanza. En este sentido, aceptó las palabras de la institución en su significado literal, pero negó que los elementos fueran cambiados por la consagración. Mantuvo que el pan y el vino permanecían igual, pero que en, con y debajo del pan y el vino, el cuerpo y la sangre de Cristo estaban presentes en el sacramento para todos los que participaran, no solo para los creyentes. De aquí que, con el pan y el vino, el cuerpo y la sangre de Cristo serían recibidos literalmente por todos los comulgantes. Siendo que la presencia de Cristo está solo en los elementos consumidos, los remanentes no son otra cosa que pan y vino. Afirma que la bendición es dada a los que participan en fe.

La doctrina como rito conmemorativo. El reformador suizo Ulrico Zuinglio, contemporáneo de Lutero, objetó a la interpretación literal de las palabras de la institución como lo enseñaba Lutero, y mantuvo en su lugar que cuando Jesús dijo “esto es mi cuerpo” y “esto es mi sangre” empleó una figura de lenguaje en la cual el signo se pone por la cosa señalada. En vez de que los elementos representen la presencia real, son más bien signos del cuerpo y de la sangre ausentes de Cristo. Por tanto, la Cena del Señor ha de considerarse meramente como una conmemoración religiosa de la muerte de Cristo, pero con una adición: que tiene el fin de producir emociones y reflexiones de apoyo, así como fortalecer el dominio de la voluntad.

La doctrina de la presencia espiritual de Cristo en los elementos. No es la bendición pronunciada la que hace un cambio en el pan o en la copa; sino que para todos los que se unen con disposición apropiada en la acción de gracias pronunciada por el oficiante, en el nombre de la congregación, Cristo está espiritualmente presente; de modo que ellos, verdadera y enfáticamente, pueden experimentar que son participantes de su cuerpo y de su sangre, porque su cuerpo y su sangre, por estar espiritualmente presentes, comunican la misma nutrición a las almas y la misma vivificación a su vida espiritual, como el pan y el fruto de la vid proveen a la vida natural. El pleno beneficio de la Cena del Señor es peculiar a aquellos que dignamente participan de ella. Aunque todos los que comen el pan y toman el vino que representan la muerte del Señor pueden también recibir vivencias devocionales, solo aquellos en quienes Jesús está espiritualmente presente reciben alimento espiritual por medio de su participación de los emblemas.

A partir de las palabras de Jesús “Esto es mi cuerpo” (Marcos 14:22), observamos una transignificación del elemento material a la verdad espiritual. El pan de la Cena trae el cuerpo de Cristo al presente, esa presencia es real, pero no literal. El significado del acontecimiento se hace presente una vez más a partir de la acción de gracias y la bendición. De manera similar, el “recuerdo” (anámnesis) de 1 Corintios 11:24-25, según el trasfondo judío, no era simplemente un recuerdo mental ni la repetición real de algo, sino la conmemoración de un evento pasado para vivir su experiencia y recordarlo para participar de sus actos redentores. La liberación histórica es irrepetible, pero sus efectos se reafirman.

En el pensamiento bíblico, incluido el alimento, algo es santificado para un propósito dado “por la palabra de Dios y por la oración” (1 Timoteo 4:5). De manera similar, los efectos de la conmemoración se logran debido a la designación de Dios de lo que se debe hacer (declarado por la Palabra de Dios) y la intención humana de hacer lo designado (expresada por la oración). En el contexto de la Cena del Señor esto significa que el pan y el vino ahora tienen una función diferente a la que tienen como alimento de mesa, su propósito en el memorial de la entrega de Jesús es traer el perdón. En este contexto judío de pensamiento y práctica, los primeros cristianos partieron el pan y bendijeron la copa; al hacerlo, revivieron el momento en que Jesús estuvo presente personalmente, en sus asambleas, el cuerpo y la sangre de Jesús ofrecidos en la cruz y sus efectos se hicieron reales.

Los emblemas alientan la esperanza

Los emblemas sagrados son puntos de intersección entre la gracia y la fe, son el encuentro de una gracia que desciende de Dios y se derrama sobre los participantes de los actos representativos. Cuando comen el pan y beben el vino, los elementos se hacen eficientes en la fe del creyente. En términos doctrinales se puede decir que: la gracia es causa y la fe es condición. Sin la presencia de Cristo en el pan y el vino no habría contenido espiritual. Sin la fe del participante ni el pan ni el vino producen efecto. A través de la conmemoración de la Cena, el Señor expresa su deseo de permanecer con su iglesia, haciéndose presente por la fe en la Palabra y los emblemas (símbolos sagrados) que apuntan, en un sentido, al momento histórico del sacrificio y, por otro, a la promesa de una humanidad renovada por su amor. Así, la iglesia se mantiene confiada en la esperanza bienaventurada de la manifestación gloriosa de quien venció la muerte (Tito 2:13).

La Cena del Señor alienta la esperanza y confianza en el triunfo final sobre el pecado y la muerte, por la resurrección de Jesucristo que trae restauración y transformación a la creación entera. La fe que se alimenta de la fuente de vida resiste a la tentación de una resignación estéril. La Cena es para la comunidad cristiana y para el mundo una garantía de que los poderes destructores y las realidades hostiles no tienen la última palabra. Dios intervendrá con su amor y poder para cambiar las cosas.

La Cena del Señor se centra en la esperanza cristiana no solo de forma doctrinal sino también ética. La venida de Jesús trajo esperanza al mundo. Cumplió el deseo de Israel por la venida del Mesías (Lucas 1:31-33, 54, 68-69; 2:29-32; Juan 1:41). Sin embargo, muchos israelitas no aceptaron a Jesús y cooperaron en su muerte. A pesar de esta aparente derrota, resucitó de entre los muertos y envió al Espíritu Santo a obrar en el mundo. Su venida en el Espíritu fue la promesa de su regreso en gloria (Apocalipsis 3:11; 22:7, 12, 20).

Los primeros cristianos creían que Jesús vendría pronto y clamaron con el apóstol: “Señor nuestro, ven” (1 Corintios 16:22). Los creyentes contemporáneos debemos continuar esperando que Cristo venga pronto porque una esperanza diferida propicia corazones desamparados y decepcionados. La Cena del Señor es una fiesta de amor y alegría que se come con fe en que el reino de Dios ha venido y está por venir (su plenitud). Jesús celebró la Última Cena como la última comida con sus discípulos antes de comer y beber con ellos en el reino de Dios (Marcos 14:25): quiso que la cena se celebrara como la comida “entre dos eras”, celebrando la nueva era del “ya”, que está superando la vieja del “todavía no” (1 Corintios 10:11). Por tanto, es una cena escatológica, “hasta que él venga” (1 Corintios 11:26).

En el tiempo de la Cena experimentaremos una noche diferente. Esa noche es singular porque Dios trajo la liberación plena. El ser humano siendo incapaz de resolver sus problemas esenciales permanecía cautivo bajo el poder del pecado. Solo el amor sacrificial de Cristo le pudo traer al universo entero la verdadera reconciliación. Lo que parece un acto violento e insensible constituye la expresión más profunda de amor sublime, y lo que parecía la mayor debilidad divina fue la victoria sobre todos los poderes rebeldes. Pablo escribió: y despojando a las potestades y autoridades, las exhibió en un espectáculo público, triunfando sobre ellas en la cruz (Colosenses 2:15). Para nosotros, este tiempo debe ser de inmensa gratitud por la liberación que nos ha sido otorgada como regalo del Dios de amor. Su don infinito ha pasado por alto nuestras rebeliones, perdonó nuestra arrogancia y egoísmo y nos quitó el temor. Es más que un recuerdo.

La Cena del Señor no es solo un rito conmemorativo, pues la persona conmemorada está presente y activa.

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